Los rastrojos de maíz —ese manto de tallos, hojas y cáscaras que queda tras cada cosecha— han sido durante décadas un residuo ignorado. En el mejor de los casos, se reincorporan al suelo como cobertura; en el peor, se queman o se desperdician. Sin embargo, dentro de esa biomasa fibrosa y poco glamorosa se esconde un recurso valioso: azúcares fermentables que podrían alimentar la próxima generación de biocombustibles.
El problema es que extraer esos azúcares no es fácil. Las estructuras lignocelulósicas que los contienen están diseñadas por la naturaleza para resistir la descomposición. Y aunque existen tecnologías para romper esas barreras, la mayoría son costosas, intensivas en energía y generan residuos químicos que deben ser tratados. Por eso, en la práctica, sigue siendo más barato y directo producir etanol a partir de granos de maíz que desde sus residuos.
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